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28 may 2008

LA DAMA DEL PERRITO de ANTON CHEJOV


I

Decían que en la avenida apareció una figura nue­va: una dama con un perrito. Dmitry Dmitrich Gurov, que ya llevaba dos semanas en Yalta y se ha­bía acostumbrado al lugar, empezó, también él, a sentir interés por las caras nuevas. Sentado en el pa­bellón Vernet, vio pasar por la avenida a una dama joven, rubia, de mediana estatura y tocada con una boina; tras ella corría un blanco perro de pome­rania.

Después la encontraba varias veces por día en el parque de la ciudad y en el jardín público. Paseaba siempre sola, con la misma boina, acompañada por el perrito blanco; nadie sabía quién era y la llama­ban simplemente: la dama del perrito.

«Si está aquí sin marido y sin conocidos -cavi­laba Gurov- no estaría de más trabar amistad con ella.»

No había cumplido aún los cuarenta, pero ya tenía una hija de doce años y dos hijos colegiales.

Lo habían casado temprano, cuando cursaba el se­gundo año de estudios en la universidad, y ahora su mujer parecía mucho mayor que él. Era una mujer alta, de cejas oscuras, erguida, de modales graves y reposados; ella misma solía decir que era una mujer pensante... Leía mucho, escribía cartas con ortografía modernizada y al marido lo llama­ba Dimitry en lugar de Dmitry, mientras que éste, para sus adentros, la consideraba estrecha, medio­cre y poco elegante; le tenía miedo y sentía pocas ganas de estar en casa. Hacía mucho tiempo ya que la engañaba, lo hacía con frecuencia y por esta causa, probablemente, siempre hablaba mal de las mujeres; cuando se hablaba de ellas en su presen­cia, solía acotar:

-¡Raza inferior!

Le parecía que su amarga experiencia le otorgaba suficientes derechos para llamarlas de cualquier ma­nera, a pesar de lo cual, no podía pasar ni dos días sin la «raza inferior». La compañía de hombres le resul­taba aburrida, no se sentía a gusto con ellos y se vol­vía parco y frío, mientras que con las mujeres era desenvuelto, sabía de qué hablar y cómo conducir­se; hasta le resultaba fácil permanecer callado con ellas. En su físico, en su carácter, en toda su natura­leza había algo atrayente, inasible, algo que predis­ponía bien a las mujeres hacia él; sabiéndolo, tam­bién él se sentía arrastrado hacia ellas por una fuerza desconocida.

Una larga y, efectivamente, amarga experiencia le había enseñado hacía tiempo que todo acercamien­to, que al principio diversifica la vida en forma agra­dable y constituye una aventura fácil y amable, para las personas decentes -en especial los moscovitas, in­decisos y sedentarios- de forma inevitable se trans­forma en un problema, extraordinariamente com­plicado, y al final, la situación se torna penosa. Pero en cada nuevo encuentro con una mujer interesante esta experiencia se escurría de la memoria, quedaba el deseo de vivir y todo parecía gracioso y simple.

Una vez, al anochecer, mientras Gurov estaba comiendo en el jardín, la dama de la boina se acer­có sin prisa para ocupar la mesa vecina. La expre­sión de su rostro, su manera de caminar, su vestido, su peinado le decían que ella pertenecía a la socie­dad, que estaba casada, que por primera vez se en­contraba en Yalta, que estaba sola y se aburría... En los relatos sobre la deficiente moralidad local había mucha fantasía y él los despreciaba, sabiendo que aquellas historias, en su mayoría, son inventadas por personas que gustosamente pecarían si pudiesen hacerlo; pero cuando la dama se sentó en la mesa vecina, a tres pasos de distancia, él recordó esos cuentos acerca de las conquistas fáciles y las excur­siones a las montañas y sintióse dominado por la seductora idea de una breve, pasajera relación, un romance, con una mujer desconocida, de quien no sabía ni nombre ni apellido.

Llamó cariñosamente al perro y cuando éste se le hubo acercado, lo amenazó con el dedo. El po­merania gruñó. Gurov volvió a amenazarlo.

La dama le dirigió una mirada, pero enseguida bajó los ojos.

-No muerde -dijo, ruborizándose.

-¿Puedo darle un hueso? -y cuando ella asintió con la cabeza, le preguntó afablemente-: ¿Hace mu­cho que llegó a Yalta?

-Unos cinco días.

-Y yo estoy arrastrando ya la segunda semana. Callaron un rato.

-El tiempo pasa rápido y sin embargo uno se aburre mucho aquí -dijo ella sin mirarlo.

-Así se dice. El hombre vive en su pueblo de Ve­lev o en Zisdra y no se siente aburrido, pero llega hasta aquí y: «¡Ah, qué aburrimiento! ¡Ah, qué pol­vo!». Como si viniera de Granada.

Ella rió. Luego ambos continuaron comiendo en silencio, como desconocidos; pero después de la comida salieron juntos y comenzó la graciosa y li­gera conversación de personas libres y satisfechas, a quienes les resultaba igual a dónde ir y de qué ha­blar. Paseaban y hablaban de la extraña iluminación del mar; el agua tenía un suave y tibio color lila, y la luna tendía sobre ella una franja dorada. Habla­ban del aire sofocante que quedó después de un día de calor. Gurov le contó que era moscovita, que había hecho estudios de filología, pero que trabajaba en un banco; antes se preparaba para cantar en la ópera privada, pero luego abandonó el canto; que tenía dos casas en Moscú... De ella supo que se ha­bía educado en Petersburgo, pero que se casó en S., donde vivía desde hacía dos años; que en Yalta se quedaría un mes, y que posiblemente la vendría a buscar su marido, quien también tenía ganas de descansar. Ella tuvo dificultades para explicar en qué repartición estaba ocupado su marido: en el gobierno provincial o en la dirección provincial del zemstvo, y eso le causó gracia a ella misma. Gu­rov se enteró también de que ella se llamaba Anna Sergueievna.

Más tarde, en su habitación, pensó en ella, en que probablemente mañana volverían a encontrarse. Así debía de ser. Al acostarse, recordó que hacía muy poco tiempo que ella era colegiala y estudiaba, como ahora estudiaba la hija de él; recordó la timi­dez y cierta aprensión que aún se notaba en su risa y en su conversación con personas desconocidas. Debía de ser la primera vez que se encontraba sola en semejantes circunstancias, cuando alguien anda­ba tras ella y la miraba y le hablaba con un propó­sito oculto que ella no podía menos de adivinar. Recordó su cuello, fino y delicado; sus hermosos ojos grises.

«Hay algo lastimero en ella» -pensó al dormirse.

II

Transcurrió una semana. Era un día festivo. En las habitaciones hacía un calor sofocante, mientras que por las calles el viento levantaba remolinos de pol­vo y hacía volar los sombreros. Durante todo el día uno tenía sed y Gurov a menudo entraba en el pa­bellón y ofrecía a Anna Sergueievna unas veces re­frescos, otras helados. No se podía ir a ningún lado.

Al anochecer, cuando el viento se había calmado un poco, fueron al muelle para ver llegar al vapor. En el atracadero había mucha gente paseando; un grupo de personas, con ramos de flores, se apresta­ba para recibir a alguien. Y se notaban nítidamente las dos particularidades del elegante público yalten­se: las damas de edad vestían como jóvenes, y había muchos generales.

El mar estaba agitado y el vapor llegó tarde, cuando ya se había puesto el sol, y antes de atracar debió maniobrar durante largo rato. A través de los impertinentes, Anna Sergueievna miraba el vapor y a los pasajeros, como si buscase conocidos, y cuan­do se dirigía a Gurov, sus ojos brillaban. Hablaba mucho, sus preguntas eran bruscas y ella misma las olvidaba enseguida; luego perdió los impertinentes entre la multitud.

El elegante público se dispersaba, las caras no se veían ya, el viento se calmó por completo, pero Gu­rov y Anna Sergueievna permanecían inmóviles, como esperando que alguien más descendiera del barco. Anna Sergueievna estaba callada ahora y olía las flores, sin mirar a Gurov.

-El tiempo ha mejorado -dijo éste-. ¿A dónde iremos ahora? ¿Y si hiciéramos un viaje de paseo? Ella no contestó.

Entonces él la miró fijamente y, de pronto, la abrazó y la besó en los labios; lo envolvió la húme­da fragancia de las flores y enseguida miró por to­dos lados con temor: ¿los habría visto alguien?

-Vamos a su hotel... -dijo en voz baja.

Y los dos fueron caminando con rapidez.

Había una atmósfera sofocante en la habitación del hotel, y olía al perfume que ella había compra­do en la tienda japonesa. Mirándola ahora, Gurov pensaba: «¡Cuántos encuentros distintos tiene uno en la vida!». Del pasado conservaba el recuerdo tanto de las mujeres despreocupadas, benévolas y contentas, que le estaban agradecidas por la dicha, aunque fuese muy breve, como de otras que -igual que su esposa- amaban sin franqueza, con demasia­das conversaciones, amaneramiento, histeria y con una expresión que parecía reflejar algo más impor­tante que el amor y la pasión, y de otras dos o tres, muy bellas y frías, en cuyos rostros aparecía de pronto una expresión feroz, un terco deseo de to­mar, arrancar a la vida más de lo que ella puede dar. Eran mujeres de cierta edad ya, caprichosas, autori­tarias y poco inteligentes, y cuando Gurov perdía interés por ellas, su belleza despertaba en él un sen­timiento de odio y los encajes de su ropa le pare­cían escamas.

Aquí, en cambio, había timidez, cierta torpeza de la inexperta juventud, la turbación; había también la sensación de desconcierto, como si alguien de re­pente golpeara en la puerta. Anna Sergueievna, esa «dama del perrito», interpretó lo sucedido de una manera singular, muy seria, como su caída -según parecía- y esto resultaba extraño e impropio. Por ambos lados de su rostro ensombrecido caían tris­temente sus largos cabellos; su figura, pensativa y afligida, hacía recordar a la pecadora de algún gra­bado antiguo.

-Eso no está bien -dijo ella-. Usted mismo no me respeta ahora.

Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y se puso a comer sin prisa. Una media hora, por lo menos, transcurrió en silencio.

Anna Sergueievna estaba conmovedora, irra­diando la pureza de una mujer decente, ingenua e inexperta; la solitaria vela que ardía sobre la mesa iluminaba apenas su rostro, pero se veía que estaba apesadumbrada.

-Y por qué debo dejar de respetarte? -pregun­tó Gurov-. No sabes lo que dices.

-¡Que Dios me perdone! -dijo ella, y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es terrible.

-Hablas como si quisieras justificarte.

-¿Cómo puedo justificarme? Soy una mujer mala, vil; me desprecio a mí misma, y ni pienso jus­tificarme. No es a mi marido a quien engañé, sino a mí misma. Y no solamente ahora, sino hace tiem­po que me engaño. Mi marido puede que sea un hombre bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué hace él allí ni en qué consisten sus funcio­nes; sólo sé que es un lacayo. Cuando me casé, te­nía veinte años, me atormentaba la curiosidad, sen­tía deseos de vivir mejor; existe una vida distinta -me decía-. Y tenía ganas de vivirla. Vivir... Me quemaba la curiosidad... usted no lo comprenderá, pero le juro por Dios que yo no podía dominarme; le dije a mi marido que estaba enferma y me vine aquí...Y aquí anduve todo el tiempo como marea­da, como aturdida... y ahora llegué a ser una mujer mala y vulgar, a quien cualquiera puede despreciar.

Gurov ya estaba aburrido de escucharla; lo irri­taba su tono ingenuo, su arrepentimiento, tan ines­perado e impropio; si no fuera por las lágrimas en sus ojos, se podía pensar que estaba bromeando o ensayando un papel.

-No comprendo -dijo en voz baja-. ¿Qué es lo que quieres entonces?

Ella ocultó su cara en el pecho de Gurov, estre­chándose contra él con ternura.

-Créame, créame, se lo ruego -decía-. Amo la vida honesta y pura; el pecado me repugna, yo mis­ma no sé lo que hago. La gente sencilla dice en es­tos casos que es el demonio quien tiene la culpa. También yo puedo decir ahora que el demonio me ha tentado.

-Vamos, vamos... -murmuró él.

Miraba sus ojos inmóviles y asustados, la besaba, le hablaba con cariño en voz baja, y poco a poco ella se tranquilizó y recuperó su alegría; ambos se echaron a reír.

Más tarde, cuando salieron, en la avenida no ha­bía ni un alma; la ciudad, con sus cipreses, tenía as­pecto muerto, pero el mar golpeaba aún ruidosa­mente contra la orilla; una barca se balanceaba sobre las olas y un farolito somnoliento parpadeaba en ella.

Encontraron un coche y se fueron a Oreanda.

-Abajo, en el vestíbulo, conocí tu apellido: en la pizarra estaba escribo «von Dideritz» -dijo Gurov-. ¿Tu marido es alemán?

-No, parece que su abuelo era alemán, pero él es ortodoxo.

En la Oreanda se sentaron sobre un banco, cer­ca de la iglesia, mirando en silencio el mar que se extendía abajo. Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; las blancas nubes permanecían quietas en las cimas de las montañas. Las hojas de los árboles no se movían, cantaban las cigarras, y el monótono y sordo rugido del mar que llegaba desde abajo hablaba de la paz, del eterno sueño que nos espera. Así rugía el mar cuando no había aquí ni Yalta ni Oreanda; así ruge ahora y rugirá sordamente con la misma indiferencia cuando no­sotros no estemos. Y en esta constancia, en esta to­tal indiferencia hacia la vida y la muerte de cada uno de nosotros se oculta quizá la premisa de nues­tra salvación eterna, del continuo movimiento de la vida sobre la tierra, del continuo perfecciona­miento. Sentado junto a la joven, que parecía tan bella aquella mañana, calmado y hechizado por el paisaje de ensueño -el mar, las montañas, las nubes, el cielo inmenso- Gurov pensó que en realidad todo es bello en este mundo, todo excepto lo que pensamos y hacemos olvidando los supremos pro­pósitos de la existencia y nuestra dignidad humana.

Se acercó un hombre -por lo visto el sereno-, los miró y se fue. Y este detalle también parecía misterioso y bello. Luego vieron llegar un vapor procedente de Theodosia, iluminado por el alba y con las luces ya apagadas.

-Parece que hay un poco rocío sobre la hierba -dijo Anna Sergueievna después de un largo silen­cio.

Y volvieron a la ciudad.

Cada mediodía se encontraban en la avenida, al­morzaban juntos, paseaban, admiraban el mar. Ella se lamentaba de que dormía muy mal y que tenía palpitaciones; le formulaba siempre las mismas pre­guntas, instigada por los celos o por el temor de que no la respetara del todo. Y a menudo, en la pla­zoleta o en el parque, cuando no había nadie cerca de ellos, él la atraía de pronto y la besaba con pa­sión. El ocio total, los besos en pleno día llenos de cautela y de temor, el olor del mar, el calor y el constante deambular del público ocioso, satisfecho y bien vestido parecían haberlo regenerado; le de­cía a Anna Sergueievna cuán hermosa y seductora estaba, se mostraba impaciente y apasionado, no la dejaba sola ni por un momento, mientras que ella con frecuencia se quedaba pensativa y le suplicaba que reconociera que no la respetaba ni la amaba en absoluto y que no veía en ella más que a una mu­jer vulgar. Casi todas las noches partían afuera, a Oreanda o a las cataratas, y el paseo siempre resul­taba placentero: las impresiones invariablemente eran magníficas, soberbias.

Esperaban la llegada del marido. Pero llegó una carta suya, en la cual notificaba que le dolían los ojos y rogaba a su mujer que regresara a casa lo an­tes posible. Anna Sergueievna, presurosa, comenzó a prepararse para el viaje.

-Está bien eso de que me vaya -decía a Gurov-. Es el destino.

Partió en una lineika y él la acompañó. Viajaron durante todo el día. Cuando subía al vagón del tren rápido y cuando sonó la segunda campanada, ella dijo:

-Deje que lo mire un poco más... Un poco más... Así.

No lloraba, pero estaba triste y parecía enferma; su rostro temblaba.

-Pensaré en usted... lo recordaré -le decía-. Quédese con Dios. No me recuerde mal. Nos des­pedimos para siempre, es preciso que así sea, por­que no debíamos encontrarnos. Bueno, ¡adiós!

El tren se fue rápido, sus luces desaparecieron muy pronto y al cabo de un minuto ya no se oía ningún ruido, como si todos se hubieran puesto de acuerdo adrede para interrumpir de golpe ese dulce sueño, esa locura. Al quedarse solo en el an­dén y al mirar la oscura lejanía, Gurov escuchaba el canto de las cigarras y el zumbido de los cables telegráficos con la sensación de una persona re­cién despertada. Pensó que en su vida hubo una andanza más, una aventura más, que ya había ter­minado y que sólo quedaba un recuerdo... Estaba conmovido, triste y un poco arrepentido; esta mujer con la cual nunca más había de encontrar­se, no fue feliz con él; él había sido amable, cordial con ella, pero en su manera de tratarla, en su tono y en sus caricias aparecía la sombra de una leve ironía, de una ruda soberbia de un hombre feliz, quien, además, casi le doblaba en edad. Ella siem­pre lo llamó bueno, extraordinario, persona de elevados sentimientos; por lo visto, él aparecía a los ojos de ella no como el hombre que era, sino como otro, y, por consiguiente, la engañaba sin querer...

Aquí, en la estación, ya olía a otoño; la noche es­taba fresca.

«Ya es tiempo de que me vaya también al norte», pensó Gurov retirándose del andén.

III

En su casa de Moscú el ambiente era ya invernal: diariamente se prendía el fuego en las estufas, y las mañanas eran oscuras, de modo que cuando los ni­ños se preparaban para ir al colegio y tomaban el desayuno, la niñera encendía la lámpara. Habían llegado ya los primeros fríos. Cuando cae la prime­ra nevada, resulta agradable, durante el primer via­je en trineo, mirar la tierra blanca y los tejados blancos; uno respira suave y libremente y, en estos momentos recuerda sus años mozos. Los viejos ti­los y abedules, blancos por la escarcha, tienen una expresión bonachona; están más cerca del corazón que los cipreses y las palmeras, y junto a ellos uno ya no tiene ganas de pensar en las montañas y el mar.

Gurov era moscovita; regresó a Moscú en un día hermoso y frío, y cuando dio un paseo por la Pe­trovka, llevando puestos la shuba y los guantes, así como al atardecer del sábado oyó el tañer de las campanas, el reciente viaje y los lugares en que ha­bía estado perdieron para él todo encanto. Poco a poco iba sumergiéndose en la vida moscovita; ya leía con avidez tres diarios por día, ya decía que sus principios le impedían leer los diarios de Moscú. Ya lo atraían los restaurantes, los clubes, las invitacio­nes y los aniversarios; ya se sentía halagado de reci­bir en su casa a abogados y artistas conocidos y de jugar a los naipes con un profesor universitario. Ya podía comerse una sartén entera de seliankal(*) ...

Le parecía que al cabo de un mes una niebla cu­briría el recuerdo de Anna Sergueievna y que ésta, sólo de vez en cuando, se le aparecería en sueños con su conmovedora sonrisa, como antes hacían las otras. Pero había pasado más de un mes, llegó el pleno invierno, y el recuerdo seguía tan nítido como si él se hubiera separado de Anna Sergueiev­na en la víspera. Este recuerdo se tornaba cada vez más fuerte, más intenso. Al oír en el silencio noc­turno de su escritorio las voces de sus hijos, que preparaban los deberes; al escuchar una romanza en el restaurante o el aullido de la borrasca en la chi­menea, de golpe renacía en su memoria todo lo vi­vido en Yalta: la escena sobre el muelle, el brumoso amanecer en las montañas, el vapor procedente de Theodosia y los besos. Durante largo rato camina­ba por la habitación, recordaba y sonreía; luego los recuerdos se transformaron en sueños y el pasado en su imaginación se confundía con el futuro. Anna

Sergueievna ya no se le aparecía en sueños, sino que lo seguía por todas partes como la sombra, vi­gilándolo. Con los ojos cerrados, se la imaginaba vivamente y ella le parecía más bella, más joven, más dulce de lo que era; también a sí mismo se veía mejor de lo que él era en aquel entonces, en Yalta. Por las noches ella lo miraba desde la biblioteca, desde la chimenea, desde el rincón; se oía su respi­ración, el suave murmullo de su vestido. En la calle seguía con la mirada a las mujeres, buscando algu­na parecida a ella...

Sentía un fuerte deseo de compartir con alguien sus recuerdos. Pero en casa no podía hablar de su amor y fuera de casa no había con quien. Acaso puede uno contar esto a los vecinos o a sus colegas en el banco? Y, además, ¿de qué podría hablarles? Acaso había amado? ¿Hubo algo poético, bello, ejemplar o, simplemente, interesante en su actitud hacia Anna Sergueievna? No podía hacer otra cosa, por lo tanto, que hablar vagamente sobre el amor y las mujeres y nadie se daba cuenta de qué se trataba. Solamente su mujer movía las oscuras cejas y decía:

-No te queda nada bien, Dmitry, el papel de fatuo.

Una noche, al salir del Círculo Médico con su partenaire, funcionario de una repartición pública, no pudo contenerse y le dijo:

-¡Si supiera usted qué mujer más encantadora conocí en Yalta!

El funcionario subió al trineo y emprendió la marcha, pero de pronto se volvió y llamó: -¡Dmitry Dmitrich!

-¿Qué?

-Usted tenía razón: el esturión no estaba fresco.

Estas palabras, tan comunes, indignaron a Gurov; le parecieron despreciables y sucias. ¡Qué costum­bres salvajes, qué gente! ¡Qué noches absurdas, qué días tan grises y poco interesantes! El desenfrenado juego a los naipes, la gula, la borrachera y las ince­santes charlas siempre sobre lo mismo. Las innece­sarias tareas y las conversaciones sobre el mismo te­ma se apoderan de la mejor parte del tiempo, de las mejores fuerzas, y queda al final una vida limitada y vacía, sin ningún sentido, de la cual ni siquiera uno puede escapar, como si estuviera recluido en una casa de locos o en una cárcel.

Lleno de indignación, Gurov no pudo pegar ojo en toda la noche, y luego, todo el día siguiente lo pasó con dolor de cabeza. En las noches sucesivas tampoco pudo dormir bien; permanecía sentado en la cama, pensando, o caminaba de un rincón a otro. Sus hijos lo fastidiaban, el banco lo fastidiaba; no tenía ganas de ir a ninguna parte ni de hablar con nadie.

En diciembre, durante las fiestas, hizo las male­tas, dijo a su mujer que iba a Petersburgo para in­terceder por un joven y partió a S. ¿Para qué? Él mismo no lo sabía bien. Tenía deseos de ver a Anna

Sergueievna, hablarle, concertar una entrevista si era posible.

Llegó a S. por la mañana y ocupó la mejor habi­tación en el hotel, cuyo suelo estaba cubierto por un soldadesco paño gris y donde había una mesa con un tintero gris a causa del polvo que lo cubría, y con un jinete sin cabeza que sostenía un sombrero en su mano levantada. El portero le dio los informes necesarios: von Dideritz vivía en la calle Antigua Goncharnaia, en casa propia, no muy lejos del hotel; tratábase de una persona acomodada, que tenía ca­ballos propios y que era conocida en toda la ciudad. El portero pronunciaba su nombre así: Dridirits.

Gurov se encaminó sin prisa a la Antigua Gon­charnaia y encontró la casa. Frente al edificio, ex­tendíase una larga cerca gris, protegida con clavos.

«Con semejante cerca ante la vista, cualquiera tendría ganas de escapar», pensó Gurov mirando ya las ventanas, ya la cerca.

«Hoy es un día festivo -cavilaba- y el marido pro­bablemente está en casa. De todos modos sería de poco tino entrar en la casa y confundirla. Y si le mando una nota, ésta puede llegar a parar a manos del marido y entonces todo quedaría estropeado. Lo mejor es confiar en una ocasión.»

Y seguía paseando por la calle, junto a la cerca, y esperando esta ocasión. Un mendigo entró por el portón y lo atacaron los perros; una hora más tarde se oyeron los sonidos del piano, débiles, apenas perceptibles. Seguramente Anna Sergueievna estaba tocando. Abrióse de repente la puerta principal de la casa y salió una viejecita, detrás de la cual corría el conocido pomerania blanco. Gurov quiso llamar­lo, pero su corazón comenzó a latir con fuerza, y, dominado por la emoción, no pudo recordar el nombre del perro.

Seguía caminando y empezaba a odiar la cerca gris; pensaba con irritación que Anna Sergueievna podía haberlo olvidado y que, quizás, se divertía ya con otro, lo que no dejaría de ser perfectamente natural, dada la situación de la joven mujer, obliga­da a ver durante todo el día esa maldita cerca. Volvió a su hotel y durante largo rato permaneció sen­tado en el diván, sin saber qué hacer; luego comió y pasó mucho tiempo durmiendo.

«Todo esto resulta bastante estúpido y molesto —pensó al despertarse y mirando las oscuras venta­nas; era de noche ya—. Después de tanto dormir, ¿qué haré ahora de noche?».

Estaba sentado en la cama, cubierta por una ba­rata manta gris, parecida a las que se usan en el hos­pital, y se burlaba de sí mismo con fastidio: «Aquí la tienes a tu dama del perrito... Aquí tienes tu aven­tura... ¡Quédate, pues, aquí y descansa!».

Aún por la mañana, en la estación, le había salta­do a la vista un cartel con letras muy grandes: por primera vez daban La Geisha. Lo recordó ahora y fue al teatro.«Es posible que vaya al estreno», pensó.

El teatro estaba lleno. Como todos los teatros provincianos en general, había allí una niebla que se elevaba por encima de las arañas; el paraíso se agitaba ruidosamente; en la primera fila de la pla­tea, antes del comienzo, estaban de pie los petime­tres locales, con las manos echadas a la espalda; en el palco del gobernador, en el primer asiento se ha­llaba sentada la hija de aquél, con un boa al cuello, mientras que él mismo se ocultaba modestamente detrás de la cortina, de modo que sólo se veían sus manos; el telón se movía, oscilando y la orquesta afinaba los instrumentos largamente. Mientras el público entraba y ocupaba los asientos, Gurov bus­caba con los ojos ansiosamente.

Anna Sergueievna llegó también. Se sentó en la tercera fila, y cuando Gurov la miró, sintió opri­mírsele el corazón, al comprender claramente que en todo el mundo no existía para él persona más íntima, más querida y más importante; aquella pe­queña mujer, perdida en la multitud provinciana, sin rasgos notables y con sus vulgares impertinen­tes en la mano, llenaba ahora toda su vida; era su desdicha y su alegría; era la única felicidad que de­seaba para sí; y a los sones de una mala orquesta, de unos pobres violines provincianos, pensaba cuán bella era. Pensaba y soñaba.

Junto con Anna Sergueievna entró y se sentó a su lado un hombre joven, de patillas cortas, muy alto, algo encorvado; a cada paso movía la cabeza, como si saludara constantemente. Debía ser el ma­rido, a quien ella llamó lacayo en un arranque de amargura, en Yalta. En efecto, había algo de lacayo en su larga figura, en sus patillas, en su pequeña cal­va; tenía una sonrisa dulzona, y en su ojal brillaba, cual la chapa del lacayo, el distintivo de una socie­dad científica.

En el primer entreacto el marido salió a fumar y ella se quedó en su butaca. Gurov, que también es­taba en la platea, se le acercó y le dijo con voz in­segura y con una sonrisa forzada:

-Buenas noches.

Ella lo miró, palideciendo; luego, sin creer a sus propios ojos, volvió a mirarlo con terror y apre­tó fuertemente en sus manos el abanico y los im­pertinentes, luchando consigo misma para no des­mayarse. Los dos callaban. Ella se quedó sentada, mientras que él permaneció de pie, asustado por su turbación, sin atreverse a tomar asiento a su lado. Cantaron los violines y la flauta, que estaban siendo afinados; daba miedo: parecía que desde todos los palcos los estaban mirando. Ella se levan­tó y se dirigió deprisa hacia la salida; él la siguió, y los dos caminaron sin rumbo por los pasillos, por las escaleras, ya subiendo ya bajando; ante su vista pasaban unos hombres con uniformes judiciales, administrativos o académicos, todos ornados con distintivos; pasaban las damas y los abrigos colga­dos en los percheros; la corriente de aire traía el olor de colillas. Y Gurov, cuyo corazón latía con fuerza, pensaba: «¡Dios mío! ¿Para qué esta gente, esta orquesta?...».

Y en este instante recordó de golpe cómo aque­lla noche en la estación, después de despedir a Anna Sergueievna, se decía a sí mismo que todo había ter­minado y que jamás volverían a verse. ¡Pero cuán le­jos estaba aún el fin!

En una estrecha y oscura escalera, donde un letre­ro señalaba la «entrada al anfiteatro», ella se detuvo.

-¡Qué susto me ha dado usted! -dijo, jadeando, pálida aún y aturdida-. ¡Oh, qué susto! Apenas me mantengo en pie. ¿Por qué ha venido usted? ¿Por qué?

-Compréndame, Anna, compréndame... -dijo él nervioso, en voz baja-. Le ruego que me comprenda...

Ella lo miraba con miedo, con amor, imploran­do; lo miraba fijamente para retener sus rasgos en la memoria con más nitidez.

-¡Sufro tanto! -prosiguió ella sin escucharlo-. Durante todo el tiempo sólo pensé en usted; la vida para mí era pensar en usted. Quería olvidarlo, olvi­dar... ¿Por qué ha venido? ¿Por qué?

Más arriba, en el descanso, dos colegiales fuma­ban, mirando abajo, pero eso lo tenía sin cuidado a Gurov, quien atrajo a Anna Sergueievna hacia sí y comenzó a besar su cara, sus mejillas, sus manos.

-¡Qué hace usted, qué hace! -decía ella, atemo­rizada, apartándolo-. Los dos estamos perdiendo la razón. Parta hoy mismo, ahora mismo... Le suplico por lo más sagrado que tenga, le imploro... ¡Alguien viene!

Alguien subía por la escalera.

-Usted debe partir... -continuó Anna Sergueiev­na en un susurro-. ¿Me oye, Dmitry Dmitrich? Iré a verlo a Moscú. ¡Nunca fui feliz, no lo soy ahora ni nunca lo seré, nunca! Pues no me haga sufrir más aun. Le juro que iré a Moscú. Pero ahora separémo­nos. ¡Mi querido, mi bueno, mi amado, separémo­nos!

Ella le estrechó la mano y comenzó a bajar rá­pidamente, volviéndose para mirarlo, y en sus ojos se notaba que, en efecto, no era feliz... Gurov se quedó un rato parado, aguzando el oído; luego, al cesar todos los ruidos, buscó su guardarropa y se fue.

IV

Y Anna Sergueievna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses, partiendo de S. decía a su marido que iba a consultar con el médico acerca de su dolencia femenina, y el marido la creía y no le creía al mismo tiempo. En Moscú se alojaba en el hotel Bazar Eslavo y enseguida enviaba a Gurov un mensajero de gorra colorada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú se enteraba de ello.

Una mañana de invierno se dirigía a verla (el men­sajero no lo había encontrado en la víspera), acom­pañando a su hija al colegio, puesto que llevaban el mismo camino. Caían grandes y húmedos copos de nieve.

-Hay tres grados sobre cero ahora y sin embargo está nevando -decía Gurov a su hija-. Pero este aire templado lo tenemos sólo aquí, en la superficie de la tierra; en las capas superiores de la atmósfera la temperatura es muy distinta.

-Papá, ¿por qué no hay truenos en invierno?

Le explicó también esto. Al hablar, pensaba en que iba a una cita y que ni una sola alma viviente lo sabía ni lo sabría nunca probablemente.

Tenía dos vidas: una visible, que todos conocían, llena de una verdad convencional y de un engaño convencional, muy parecida a la de sus amigos y co­nocidos, y la otra, que transcurría en secreto. Y por una extraña conjunción de circunstancias, que, qui­zás, era casual, todo resultaba sustancial, interesan­te e indispensable para él; en lo cual era sincero y a cuyo respecto no se engañaba; lo que constituía la médula de su vida ocurría en forma clandestina, mientras que todo lo que era su falsedad, su envol­tura dentro de la cual él se escondía para ocultar la verdad, como, por ejemplo, su trabajo en el banco, las discusiones en el club, su «raza inferior», la asistencia -junto con su mujer- a los aniversarios, todo ello era visible. Y sobre su propio ejemplo Gurov juzgaba a los demás, sin creer en lo que veía, y su­ponía siempre que cada persona vivía su verdadera e interesante vida bajo el manto del misterio, cual bajo el manto de la noche. Cada existencia perso­nal se sostiene sobre el misterio y en parte es por eso quizás que la persona culta se afana tanto en hacer respetar el secreto personal.

Después de acompañar a su hija hasta el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo la pelliza, subió y golpeó suavemente en la puerta. Anna Sergueievna, que llevaba puesto el vestido gris, el preferido de él, fatigada por el viaje y la es­pera -lo esperaba desde la tarde anterior- estaba pálida, lo miraba sin sonreír y apenas lo vio entrar, se arrojó en sus brazos. El beso fue lento, prolonga­do, como si no se hubiesen visto durante dos años.

-Y bien, ¿cómo te va? -preguntó él-. ¿Qué hay de nuevo?

-Espera un poco... No puedo.

No podía hablar, puesto que estaba llorando. Se volvió hacia otro lado y llevó el pañuelo a los ojos.

«Bueno, que llore un poco; me sentaré mientras tanto», pensó Gurov, y se sentó en un sillón.

Luego tocó el timbre y dijo que le trajeran té; y más tarde, mientras él tomaba el té, ella permanecía de pie, mirando por la ventana... Lloraba de emo­ción, por la amarga conciencia de que sus destinos se presentaban tan tristes; se veían clandestinamen­te, ocultándose de la gente como si fueran ladrones. ¿Acaso no estaban destrozadas sus vidas?

-¡Bueno, no llores! -dijo él.

Tenía la evidencia de que este amor no termina­ría pronto y no sabía cuándo llegaría a su fin. Anna Sergueievna se encariñaba con él cada vez más, lo adoraba, y no sería posible decirle que todo ello al­gún día debería de acabar; además, no lo hubiera creído.

Se le acercó y la tomó por los hombros para aca­riciarla y animarla con alguna broma, y en este mo­mento se vio en el espejo.

En su cabeza ya aparecieron canas. Y le resultó extraño el haber envejecido y desmejorado tanto en los últimos años. Los hombros sobre los cuales descansaban sus manos estaban tibios y se estreme­cían. Sintió compasión por aquella vida, cálida y bella aún, pero que probablemente se acercaba ya al momento de la marchitez. ¿Por qué lo amaba así? Él siempre les parecía a las mujeres alguien que no era y ellas no lo amaban en su persona por sí mis­mo, sino al hombre creado por su imaginación y a quien buscaban ávidamente en su vida; y luego, al darse cuenta de su error, seguían amándolo. Nin­guna de ellas había sido feliz con él. Pasaba el tiem­po, él trababa amistad con alguna mujer, se unía a ella, se separaba, pero no la amaba; hubo de todo menos amor.

Y sólo ahora, cuando su cabeza se había tornado canosa, llegó a amar en forma verdadera, como es debido, por primera vez en su vida.

Anna Sergueievna y él se amaban como dos personas íntimamente vinculadas; como marido y mujer, como tiernos amigos; les parecía que esta­ban predestinados el uno al otro y era incompren­sible por qué los dos estaban casados; eran como dos aves de paso, el macho y la hembra, atrapados y obligados a vivir en jaulas separadas. Habían per­donado el uno al otro aquella parte de su pasado de la cual se avergonzaban, se perdonaban todo en el presente y sentían que su amor los había cam­biado a los dos.

Antes, en los momentos de tristeza, Gurov trata­ba de tranquilizarse a sí mismo con cualquier razo­namiento que se le ocurría, pero ahora no estaba para razonamientos; sentía una profunda compa­sión y el deseo de ser sincero, tierno...

-No llores, mi bien -decía-.Ya has llorado bas­tante...Ahora hablemos un poco, para ver si encon­tramos algún camino.

Y durante un buen rato examinaron las posibili­dades de eludir la necesidad de esconderse, enga­ñar, vivir en ciudades distintas, sin verse por mucho tiempo. ¿Cómo liberarse de estas intolerables ata­duras?

-Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba él, tomándo­se la cabeza con las manos-. ¿Cómo?

Y parecía que faltaba poco para encontrar la so­lución y comenzar, entonces, una nueva y maravi­llosa vida; pero ambos comprendían claramente que el final estaba todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que em­pezar.



(*) Carne o pescado con chukrut. (N. del T.)


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(1860-1904)

Dramaturgo y escritor ruso. Es una figura de gran importancia de la literatura rusa. Hijo de un comerciante pobre y nieto de un siervo, nació en Taganrog, donde realizó sus primeros estudios. Posteriormente estudió medicina en la Universidad Estatal de Moscú. Ejerció brevemente, y simultáneamente, publicaba relatos y escenas humorísticas en revistas. Debido a su éxito pronto se dedicó plenamente a la literatura. En 1886 apareció su colección de escritos humorísticos Relatos de Motley, y al año siguiente Ivanov, su primera obra de teatro. En 1884 comenzó a padecer seriamente de tuberculosis, enfermedad que le acompañaría toda la vida y que le obligaría a vivir como un nómada en busca de tierras cálidas. En 1890 visitó la isla Sajalín, en la Costa de Siberia, donde estaba establecida una colonia penitenciaria. Esta visión le afectaría enormemente y condicionará toda su vida. Tras esta visita publicará La isla de Sajalín, un informe sobre la forma penosa de vida en dicha isla y que provocará que se nombre una comisión estatal para reparar los abusos que se cometen contra los presos.
Posteriormente (1892) fija su residencia en Melihovo, dedicándose a la educación y a la labor médica (de forma gratuita). Es en esta época cuando escribió la mayor parte de sus narraciones y textos teatrales. Pero su enfermedad le obligará en 1897 a trasladarse a Crimea, donde el clima es más cálido, y a pasar largas temporadas en balnearios europeos. En los últimos años del siglo conoció al actor y productor Stanislavski, director del Teatro de Arte de Moscú. Esta amistad de dramaturgo y director de teatro, le reportó a Chéjov la posibilidad de representar varias de sus obras: La gaviota, con la que cosechó grandes éxitos, El tío Vania, Tres hermanas y El jardín de los cerezos. Asimismo cosechó grandes éxitos con narraciones humorísticas como Mi vida, Relatos de un desconocido, El monje negro, etc. En 1901 contrajo matrimonio con Olga Knipper, intérprete en varias de sus obras dramáticas. Murió el 2 de julio de 1904 en el balneario de Badenweiller, en Alemania. Su obra le ha otorgado el merecido titulo de maestro del relato. A él se debe, entre otros, la forma moderna del relato, en el que el estado de ánimo influye profundamente en la obra. Korolenko definió la atmósfera creada por Chéjov en sus narraciones como "el estado de ánimo de un alegre melancólico". Utiliza temas de la vida cotidiana, en particular se centró en retratar la vida rusa anterior a la revolución de 1905. Si bien, cabe decir, que existe un nexo entre el Chéjov joven e irreflexivo de la adolescencia (preocupado por la recopilación de anécdotas curiosas destinadas a su colaboración en revistas humorísticas), y el de la madurez, inquieto, sin saber dónde detener su mirada de autor. Dentro del teatro ruso se le considera como representante del naturalismo, y en sus obras, al igual que en sus relatos, se fija en el fracaso de una sociedad feudal que se iba poco a poco quedando obsoleta. Desarrolló la "acción indirecta", técnica creada por él con la que intenta dar más importancia a lo que ocurre fuera de escena, dejando a la imaginación y la sensibilidad ideas y pensamientos que sólo han sido sugeridos. En un primer momento, sus innovadoras técnicas no fueron entendidas y tuvo que ver cómo eran rechazadas sus obras, pero posteriormente fueron aceptadas por los dramaturgos y los espectadores, llegando a tener un gran éxito en su época.

CAMINO AL CEMENTERIO



Es camino al cementerio que me brotan las palabras y las lágrimas

y una lápida sin letras me habla en un susurro y pronuncia mi nombre sin imperfecciones…