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12 ago 2008

Las terribles Salomón - JACK LONDON



No hay duda de que las Salomón forman un grupo de islas difíciles. Por otro lado, hay lugares peores en el mundo. Pero para el inexperto que no posee la comprensión adecuada de los hombres y de la vida salvaje, las Salomón pueden resultar terribles.
Es cierto que la fiebre y la disentería son una amenaza constante, que abundan las repugnantes enfermedades de la piel, que el aire está saturado de un veneno que penetra en cada poro, corte o rozadura, implantando úlceras malignas, y que muchos hombres fuertes que escapan de la muerte vuelven hechos una piltrafa a sus países. También ,,los cierto que los nativos de las Salomón son una tribu salvaje, con un buen apetito por la carne humana y una manía por coleccionar cabezas también humanas. Su instinto de actividad deportiva más alto es atrapar a un hombre por la espalda y darle un buen hachazo que le corte la columna vertebral por la base del cerebro. Es igualmente ,cierto que, en algunas islas como Malaita, los ascensos y descensos en la escala social se calculan según los homicidios. Las cabezas son la moneda de intercambio y las de los blancos son extremadamente valiosas. Muy a menudo, ..una docena de poblados recaudan un fondo, que van engrosando luna tras luna, hasta que llega un momento en ,que algún valiente guerrero presenta la cabeza de un hombre blanco y gana el premio.
Todo lo explicado anteriormente es cierto, pero también hay hombres blancos que han vivido en las Salomón un puñado de años y que las echan de menos cuando se marchan. Para vivir mucho tiempo en estas islas, un hombre necesita sólo tener cuidado y suerte; pero también ha de ser de una determinada manera. Tiene que llevar el marchamo del inevitable hombre blanco impreso en el alma. Tiene que ser inevitable. Tiene que tener un noble descuido ante las adversidades, una cierta presunción colosal y un egoísmo racial que le haya convencido de que un blanco es mejor que mil negros cada día de la semana, excepto el domingo, en que sería capaz de aniquilar él solo a dos mil negros. Porque ésas son las razones que han hecho inevitable al hombre blanco. ¡Ah!, y una cosa más: el blanco que desee ser inevitable no sólo debe despreciar a las castas inferiores y pensar únicamente en él mismo, sino que debe carecer también de una excesiva imaginación. No ha de entender demasiado bien ni los instintos, ni las costumbres, ni los procesos mentales de los negros, los amarillos y los mulatos; porque no es éste el estilo con el que la raza blanca ha conquistado rutas alrededor del mundo.
Bertie Arkwright no era un hombre inevitable. Era demasiado sensible, demasiado refinado y tenía demasiada imaginación. El mundo le resultaba excesivo. Él mismo se mostraba demasiado inseguro respecto a su entorno. Por lo tanto, el último lugar del mundo al que hubiera debido ir era a las Salomón. No fue allí con la intención de quedarse. Decidió que una estancia de cinco semanas, entre un barco de vapor y otro, le satisfarían aquella llamada de lo primitivo que sentía y que hacía vibrar todas las fibras de su ser. Al menos, así lo explicó a las turistas de Makembo, aunque con otras palabras; y ellas le veneraban como a un héroe, porque eran turistas y sólo conocían la seguridad de la cubierta del barco de vapor cuando éste se abría camino por las Salomón.
Había otro hombre a bordo en el que no se fijaron las damas. Era una consumida porción de hombre, con una piel arrugada y de color caoba. El nombre que constaba en la lista de pasajeros no importaba, pero el otro, capitán Malu, era un nombre con el que los negros conjuraban y asustaban a los niños traviesos para que se portaran bien, desde Nueva Hanover hasta las Nuevas Hébridas. Había colonizado a salvajes y al mismo salvajismo; y, rescatándolos e fiebres y penurias, de los disparos de los rifles y de los azotes de los capataces, logró una suma de cinco millones en forma de cohombro de mar, sándalo, madreperla, carey, nuez de taguas, copra, tierras de pastos, almacenes y plantaciones. El meñique del capitán Malu, que tenía roto, era más «inevitable» que todo el esqueleto de Bertie Arkwright. Pero las turistas no juzgaban otra'cosa que no fuera la apariencia y Bertie era, realmente, un hombre atractivo.
Bertie habló con el capitán Malu en la sala de fumar y le confió su intención de ver la vida ruda y sangrienta de las Salomón. El capitán estuvo de acuerdo en que esa intención era ambiciosa y honorable. Hasta mucho días después no se interesó por Bertie, cuando el joven aventurero Arisistió en mostrarle su pistola automática de calibre 44. Bertie le explicó el mecanismo y se lo mostró introduciendo un cargador lleno en la culata.
—Es muy simple —dijo. Echó para atrás el cilindro, deslizándolo a lo largo del otro que había en su interior—. Esto la carga y la monta, ¿ve? Y después, lo único que tengo que hacer es apretar el gatillo, ocho veces, tan rápido como pueda hacerlo mi dedo. ¿Ve este mecanismo de seguridad? Es lo que me gusta de ella. Es segura. A prueba de todo —sacó el cargador———. ¿Ve lo segura que es?
Mientras la sostenía con la mano, el cañón apuntaba hacia el estómago del capitán Malu. Sus azules ojos le miraban fijamente.
—¿Le importaría apuntarla hacia otra dirección? —preguntó el capitán.
—Está completamente asegurada —afirmó Bertie—. Le he sacado el cargador. Ahora ya no está cargada, ¿sabe?
—Un arma siempre está cargada.
—Pero ésta no.
—Da igual, apártela.
La voz del capitán Malu era monótona, metálica y baja, pero sus ojos no se apartaron del cañón hasta que dejó de apuntarle.
—Me apuesto cinco libras a que no está cargada —propuso Bertie, con cordialidad.
El otro movió la cabeza.
—Entonces, se lo demostraré.
Bertie apuntó el cañón hacia su propia sien con la evidente intención de apretar el gatillo.
—Un segundo —dijo el capitán Malu tranquilamente, y extendió la mano—. Déjeme verlo.
Apuntó hacia el mar y apretó el gatillo. Siguió una fuerte explosión junto con un agudo e instantáneo clic del mecanismo, que arrojó un cartucho, caliente y humeante, por la cubierta. Bertie abrió la boca, asombrado.
—Tiré del cañón una vez, ¿verdad? —explicó—. Fue una estupidez por mi parte, tengo que decirlo.
Se rió tonta y débilmente, y se sentó en una hamaca. La sangre se retiró de su rostro, dejando unas ojeras oscuras bajo sus ojos. Las manos le temblaban y era incapaz de llevarse el agitado cigarrillo a los labios. El mundo era demasiado importante para él y se vio a sí mismo con los sesos fuera y tumbado boca abajo en la cubierta.
—De verdad... —dijo—, de verdad.
—Es un arma hermosa —afirmó el capitán Malu devolviéndole la automática.
El gobernador estaba a bordo del Makembo. Volvía de Sidney, y, bajo su permiso, se hizo una parada en Ugi para que un misionero pudiera desembarcar. En Ugi estaba el queche Arla, capitaneado por el capitán Hansen. Ahora el Arla era una de las muchas naves que poseía el capitán Malu y a sugerencia suya Bertie fue invitado a subir a bordo y pasar cuatro días durante una travesía de reclutamiento por la costa de Malaita. Después el Arla le dejaría en la plantación de Reminge, también propiedad del capitán, donde podía quedarse una semana. Después sería enviado a Tulagi, sede del gobierno, y allí se alojaría como invitado del gobernador. El capitán Malu fue el responsable de otras dos sugerencias, que si se ofrecieran le harían desaparecer esta narración. Una era para el capitán Hansen y la otra para el señor HarriweIl, administrador de la plantación de Reminge. Ambas propuestas eran de tenor similar, y estaban destinadas a dar al señor Bertram Arkwright una visión de la crudeza y el peligro de la vida en las Salomón. También se murmura que el capitán Malu mencionó que un cajón de whisky escocés premiaría cualquier impresión, particularmente hermosa, que el señor Arkwright pudiera recibir en su visita.
—Sí, Swartz siempre fue demasiado terco. Verá, se llevó a cuatro hombres de su tripulación a Tulagi para que fueran azotados, oficialmente, ya sabe, y después volvió con ellos en el bote ballenero. Hubo una pequeña tormenta, el bote volcó y el único que se ahogó fue Swartz. Naturalmente, fue un accidente.
—¿Lo fue? ¿De verdad? —preguntó Bertie, sólo a medias interesado, mirando fijamente al hombre negro que estaba al timón.
Ugi se quedaba atrás y el Arla se dirigía, a través de un mar de verano, hacia las zonas cubiertas de bosque de Malaita. El timonel que tanto atraía la atención de los ojos de Bernie mientras lucía un clavo de tres centímetros atravesándole la nariz. Del cuello le colgaba un collar hecho de botones de pantalón. En los agujeros de las orejas llevaba un abrelatas el palo roto de un cepillo de dientes, una pipa de arcilla, la rueda de latón de un reloj despertador y varios cartuchos de un rifle Winchester. En el pecho, también colgado del cuello, lucía la mitad de un plato de porcelana. Por la cubierta estaban tumbados cuarenta negros con indumentaria similar, quince de los cuales eran parte de la tripulación y el resto trabajadores recién reclutados.
—Naturalmente, fue un accidente —dijo en voz alta el contramaestre del Arla, Jacobs, un hombre delgado y de ojos oscuros, que parecía más un profesor que un marinero Johnny Bedip casi tuvo el mismo tipo de accidente. Volvía con muchos hombres a los que había hecho azotar Y éstos le hicieron volcar. Pero sabía nadar tan bien como ellos y dos de los hombres se ahogaron. Utilizó una madera del bote y un revólver. Por supuesto, fue un accidente.
—Bastante corrientes, estos accidentes —remarcó el capitán—. ¿Ve al hombre del timón, señor Arkwright? Es un caníbal. Hace seis meses, él y el resto de la tripulación ahogaron al que entonces era el capitán del Arla. Lo hicieron en cubierta, señor, justo en popa, junto al palo de mesana.
—La cubierta quedó en un estado horroroso —confirmó el contramaestre.
—¿He entendido que ... ? —comenzó Bertie.
—Sí, exacto —afirmó el capitán Hansen—. Se ahogó accidentalmente.
—¿Pero en cubierta ... ?
—Justamente. No me importa decirle, de modo confidencial, por supuesto, que utilizaron un hacha.
—¿Esta misma tripulación?
El capitán Hansen asintió con la cabeza.
—El otro capitán era demasiado descuidado —explicó el contramaestre—. Acababa de darles la espalda cuando se lo hicieron.
_Aquí no tenemos ninguna protección —se quejó el capitán—. El gobierno siempre protege al negro frente a los blancos. No puedes disparar primero, pues el gobierno te considerará un asesino y te enviará a Fiji. Es por eso que hay tantos accidentes por ahogo.
Llamaron para la cena y Bertie y el capitán bajaron, de~ jando al contramaestre que vigilara en cubierta.
—No le quites el ojo de encima a ese demonio negro Auiki —fue la orden de despedida del capitán—. Ya hac días que no me gustan sus miradas.
—De acuerdo —dijo el contramaestre.
La cena proseguía y el capitán estaba a la mitad de s historia sobre la matanza en la Scottish Chiefs.
—Sí —decía—, era la mejor nave de la costa, pero cuan do fallaron los estays, antes de llegar al arrecife, las canoa salieron hacia ella. Había cinco hombres blancos y una tri pulación de veinte negros de Santa Cruz y de Samoa, y solo logró escapar el sobrecargo. Además, también había sesent reclutados. Todos ellos fueron kai—kai. ¿Kai—kai?... Oh, 1e pido disculpas. Me refiero a que se los comieron. Después estaba lo del James Edwards, un elegante navío...
Pero en aquel momento se oyó un repentino juramento del contramaestre, que estaba en cubierta, y un coro de salvajes gritos. Se escucharon tres disparos de revólver y, a continuación, un fuerte chapoteo. El capitán Hansen se dirigió, rápidamente, hacia la escalerilla y los ojos de Bertie se quedaron fascinados al verle desenfundar cuando saltó. Él salió más circunspecto, dudando antes de sacar la cabeza por la barandilla de la escalerilla. Pero no ocurrió nada. El contramaestre temblaba de excitación, con el revólver en la mano. Naturalmente, se sobresaltó y dio un brinco, como si algún peligro le amenazara por la espalda.
—Uno de los nativos se ha caído por la borda —dijo, con voz raramente tensa—. No sabía nadar.
—¿Quién era? —preguntó el capitán.
—Auiki —fue la respuesta.
—Pero yo creo haber oído disparos —dijo Bertie, temblando de ansia, ya que olfateaba la aventura, una aventura que ya había pasado, felizmente.
El contramaestre se echó sobre él aullando:
—¡Es una maldita mentira! No ha habido un solo disparo. El negro se ha caído por la borda.
El capitán Hansen miró a Bertie con los ojos fijos, inexpresivos.
—Yo... yo pensé —Bertie empezó a decir.
—¿Disparos? —dijo el capitán Hansen, como soñando—. ¿Disparos? ¿Ha oído algún disparo señor Jacobs?
—Ni un tiro —replicó el señor Jacobs.
El capitán miró a su invitado triunfalmente y añadió:
—Evidentemente, un accidente. Vayámonos abajo, señor Arkwright, y acabemos de cenar.
Aquella noche, Bertie durmió en la cabina del capitán, un pequeno camarote situado al lado de la cámara principal. El mamparo de proa estaba decorado con un mostrador de rifles. Sobre la litera había tres más. Bajo ella había un gran cajón, que, cuando lo sacó, vio que estaba lleno de munición, dinamita y muchas cajas de detonadores. Prefirió echarse en el sofá situado allí delante. El diario de navegación del Arla se encontraba visible sobre la mesilla. Bertie no sabía que lo había preparado especialmente para la ocasión el capitán Malu y leyó en él que el 21 de septiembre dos tripulantes habían caído por la borda y habían muerto ahogados. Bertie leyó entre líneas y lo comprendió mejor. Entendió que el ballenero del Arla había caído en una emboscada en Su'u y que había perdido a tres de sus hombres; que el capitán había descubierto al cocinero guisando carne humana, comprada en la costa de Fiji por la tripulación, en la cocina de la galera; que una descarga accidental de dinamita había matado a la tripulación de otro bote mientras hacían señales. Leyó de ataques nocturnos; de huidas de puertos a media noche; de ataques de hombres del interior en los pantanos de mangle y de hombres de agua salada en los pasajes más largos. Una de las cosas que ocurrían con monótona frecuencia era la muerte por disentería. Se dio cuenta, alarmado, de que dos hombres blancos, como él, invitados en el Arla, habían muerto de aquella enfermedad.
—Verá —le dijo Bertie al capitán Hansen, al día siguiente—, he estado husmeando en su diario de navegación.
El capitán rápidamente mostró su disgusto por haber dejado el diario en cualquier lugar.
—Y toda esa disentería, ya sabe, es una tontería, simplemente, como los accidentes por ahogo —continuó Bertie—. ¿Qué representa, realmente, todo eso de la disentería?
El capitán admiró, abiertamente, la perspicacia de su invitado, y se puso rígido para manifestar una negativa indignante, pero después se rindió con simpatía.
—Verá, así es, señor Arkwright. Estas islas ya tienen suficiente mal nombre. Cada día es más difícil reclutar a hombres blancos. imagínese que un hombre es asesinado. La compañía tiene que desembolsar mucho dinero para que otro hombre ocupe su lugar. Pero si el hombre, simplemente, muere de una enfermedad, ya no hay problema. Los nuevos no se preocupan por la enfermedad, lo que temen es el hecho de morir asesinados. Yo pensaba que el capitán del Arla había muerto de disentería cuando ocupé puesto. Pero después fue demasiado tarde, ya había firmado el contrato.
—Además —añadió el señor Jacobs—, de todos modos, y demasiados accidentes por ahogo. No tiene buena pinta. Es por culpa del Gobierno. Un hombre blanco no tiene oportunidad de defenderse de los negros.
—Sí, fíjese en el Princesa y el contramaestre yanqui —dijo el capitán, comenzando el relato—. Llevaba cinco hombres blancos además de un agente del Gobierno. El capitán, el agente y el sobrecargo salieron hacia la playa en dos botes, después de que mataran al último hombre. El contramaestre y su ayudante, junto con unos quince miembros de la tripulación, samoanos y tonganos, quedaron a bordo. Una multitud de negros llegó desde la orilla. Lo primero que advirtió el contramaestre fue que su ayudante y la tripulación murieron en el primer ataque. Cogió tres cartucheras con munición y dos Winchesters y trepó hacia la cruceta. Era el único superviviente y no podemos culparle de volverse loco. Disparó con un rifle hasta que se calentó tanto que no podía cogerlo; después disparó con otro. La cubierta estaba repleta de negros. Lo limpió todo. Los iba matando cuando saltaban por la borda, tan rápidamente como ellos cogían los remos. Después saltahan al agua y empezaban a nadar para salvarse y, como había enloquecido, alcanzó a media docena más. Y ¿qué consiguió él a cambio?
—Siete años en Fiji —replicó el contramaestre.
—El Gobierno dijo que no estaba justificado dispararles cuando estaban en el agua —explicó el capitán.
—Y por eso, actualmente, mueren de disentería ——añadió el contramaestre.
—¡Parece mentira! —exclamó Bertie, deseando que se acabara el crucero.
Más tarde, en aquel mismo día, entrevistó al negro que le habían dicho que era caníbal. Este muchacho se llamaba Sumasai. Había pasado tres años en la plantación de Queensland. Había estado en Samoa, en Fiji y en Sidney; y fue reclutado para goletas que recorrieron Nueva Bretaña, Nueva Irlanda, Nueva Guinea y las Islas del Almirantazgo. También era bromista y se había dado cuenta de la conducta del capitán. Sí, se había comido a muchos hombres. ¿Cuántos? No se acordaba del total. Sí, hombres blancos también; eran muy sabrosos, a no ser que estuvieran enfermos. Una vez se comió a uno enfermo.
—¡Yo decir verdad! —gritó al recordarlo—. Yo muy enfermo con él. Mi estómago moverse demasiado.
Bertie se estremeció y le preguntó acerca de las cabezas. Sí, Sumasai tenía muchas escondidas en la playa, en buenas condiciones, secadas por el sol y ahumadas. Una era de un capitán de un barco de reclutamiento. Tenía unos largos bigotes. Se la vendería por dos libras. Las cabezas de los hombres negros las vendía por una. Tenía algunas cabezas de negritos, en mal estado, de las que se desharía por diez chelines.
Cinco minutos después, Bertie se encontró sentado en la escalerilla junto a un negro que padecía una horrible enfermedad en la piel. Se apartó y, al preguntar, le dijeron que tenía lepra. Bajó rápidamente y se lavó el cuerpo entero con jabón antiséptico. Se lavó muchas veces con aquel jabón a lo largo del día, porque todos los nativos de abordo estaban infestados de un tipo u otro de úlceras malignas.
Cuando el Arla ancló en medio de un pantano de mangles, colocaron sobre la borda una doble fila de alambre con púas. Parecía que la cosa iba en serio y, cuando Bertie vio las canoas a lo largo de la orilla, armadas con lanzas, arcos y flechas y rifles, deseó, más que nunca, que la travesía finalizara.
Aquella tarde los nativos se resistieron a dejar el barco cuando se ponía el sol. Algunos se resistían al contramaestre cuando les ordenaba que bajaran a la orilla.
—No importa, los obligaré —dijo el capitán Hansen, zambulléndose.
Cuando volvió, mostró a Bertie un cartucho de dinamita atado a un anzuelo. Sucede que una botella de clorodina envuelta en papel por la que asoma una mecha inofensiva puede engañar a cualquiera. Aquello engañó a Bertie y a los nativos. Cuando el capitán Hansen encendió la mecha .y enganchó el anzuelo a la parte trasera del taparrabos de un nativo, a éste se le despertaron unos deseos tan ardientes de ir a la playa que se olvidó de quitarse el taparrabos. Salió corriendo, con la mecha chisporroteando y siseando a su espalda y los nativos que pasaban por su lado se lanzaban por encima de la alambrada cada vez que él daba un salto. Bertie estaba aterrorizado. Como el capitán Hansen se había olvidado de sus veinticinco reclutados, por cada uno de los cuales había pagado treinta chelines por adelantado. Éstos se echaron al agua con los demás, seguidos por el que llevaba la chisporroteante botella.
Bertie no vio cómo explotaba la botella; pero el contramaestres hizo estallar, oportunamente, un cartucho de dinamita real en popa, donde no podía hacer daño a nadie. Bertie habría jurado ante cualquier tribunal del Almirantazgo que un negro había estallado en mil pedazos.
La huida de veinticinco reclutados le había costado al Arla cuarenta libras y, como habían ido hacia el interior, no había ninguna esperanza de recuperarlos. El capitán y contramaestre procedieron a ahogar sus penas en té helado. El té helado estaba en botellas de whisky, así que Bertie no sabía que estaban dando cuenta de esta bebida.
Todo lo que supo fue que los dos hombres se emborracharon y que discutieron, elocuente y extensamente, sobre si él negro que había explotado tenía que ser declarado un caso de disentería o un ahogo accidental. Cuando empezaron a roncar, él era el único hombre blanco que quedaba, y una arriesgada vigilancia hasta el amanecer, temiendo algún ataque proveniente de la playa o un motín de la tripulación.
El Arla pasó tres días más en la costa y el contramaestre y el capitán pasaron tres noches más abusando del té helado y dejando a Bertie a cargo de la vigilancia. Sabían que podían fiarse de él, mientras que él estaba igualmente convencido de que, si vivía, informaría al capitán Malu sobre su conducta alcohólica. Después, el Arla echó el ancla en la plantación Reminge, en Guadalcanal, y Bertie bajó a la playa con aspecto aliviado y estrechó la mano del administrador. El señor Harriwell estaba a su disposición.
—No debe alarmarse si algunos de sus compañeros parecen preocupados —dijo el señor Harriwell, llevándole hacia un lado para hablarle en confidencia—. Se ha rumoreado la preparación de un motín y me atrevo a admitir que he visto dos o tres señales sospechosas, pero personalmente creo que son tonterías.
—¿Cuántos... cuántos negros tiene usted en la plantación? —preguntó Bertie con el corazón en un puño.
—En este momento hay cuatrocientos trabajando —respondió el señor Harriwell despreocupadamente—; pero nosotros tres, incluyéndole a usted, por supuesto, y el capitán y el contramaestre del Arla, podemos dominarlos bien.
Bertie se giró para conocer a un tal McTavish, que apenas respondió al saludo por el ansia que tenía en anunciar su dimisión.
—Resulta que soy un hombre casado, señor Harriwell, y no puedo quedarme más tiempo. Va a haber problemas, tan evidentemente como la nariz de su cara. Los negros van a rebelarse y aquí va a ocurrir algo tan espantoso como en Hohono.
—¿Qué pasó en Hohono? —preguntó Bertie, después de que el administrador persuadiera al hombre para que se quedara hasta final del mes.
—Oh, se refiere a la plantación de Hohono, en Isabel ——explicó el administrador—. Los negros mataron a cinco hombres blancos en la playa, prendieron la goleta, asesinaron al capitán y al contramaestre, y se escaparon en ella hacia Malaita. Pero siempre he dicho que en Hohono estuvieron poco atentos. Aquí no nos pillarán durmiendo la siesta. Acérquese, señor Arkwright y contemple nuestro paisaje desde la terraza.
Bertie estaba muy ocupado pensando en cómo podría irse a Tulagi, a casa del gobernador, para contemplar bien el paisaje. Seguía pensando cuando un rifle sonó muy cerca de él, a su espalda. En aquel instante, el señor Harriwell le arrastró hacia dentro de la casa tan rápidamente que casi se dislocó el brazo.
—¡Vaya, amigo, por un pelo! —dijo el administrador, inspeccionándole para ver si le habían herido—. No sé cómo decirle cuánto lo siento, pero nunca imaginé que lo harían a la luz del día.
Bertie comenzó a palidecer.
—Atacaron al otro administrador del mismo modo —admitió McTavish—. Y vaya si era bueno aquel tipo. Le volaron los sesos por toda la terraza. ¿Ha visto la mancha oscura que hay allí, entre las escaleras y la puerta?
Bertie estaba dispuesto para tomarse el cóctel que le había preparado y le ofrecía el señor Harriwell; pero antes de podérselo beber, entró un hombre con pantalones de montar y polainas.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó el administrador, después de echar una mirada a la cara del recién llegado— ¿ha vuelto a crecer el río?
—Nada del río, son los negros. Uno se ha escapado de la plantación y, desde una distancia que no llegaba a una docena de pasos, me ha disparado. Era un Snider y me disparó apoyándolo en la cadera. Lo que ahora quiero saber de dónde ha sacado ese rifle... Oh, le pido disculpas. Encantado de conocerle, señor Arkwright.
—El señor Brown es mi ayudante —explicó el señor Harriwell—. Y, ahora, tomémonos la copa.
—Pero ¿de dónde ha sacado el Snider? —insistió el señor Brown—. Nunca he aprobado que tengamos aquí esas armas.
—Todavía están allí ——dijo el señor Harriwel1, mostrando cierta tensión.
El señor Brown sonrió con incredulidad.
—Venga a verlo —dijo el administrador.
Bertie se unió a la procesión hacia la oficina, donde el señor Harriwell señaló, triunfalmente, un cajón de embalaje que estaba en un rincón polvoriento.
—Pues, bien, ¿de dónde ha sacado el Snider ese desgraciado? —insistió el señor Brown.
Pero justo en aquel momento McTavish alzaba el cajón. El administrador se sobresaltó y después arrancó la tapa. La caja estaba vacía. Se miraron unos a otros en un horrible silencio. Harriwell se encogió, enojado.
Entonces McTavish lanzó una maldición.
—Lo que siempre digo, no podemos confiar en los criados.
—Esto parece serio —admitió Harriwell—, pero lo resolveremos bien. Lo que necesitan estos sanguinarios negros es una paliza. Caballeros, ¿podrían, por favor, traer sus rifles al comedor? Y, señor Brown, ¿sería tan amable de preparar cuarenta o cincuenta cartuchos de dinamita? Deje las mechas cortas y buenas. Les daremos una lección. Y ahora, caballeros, la cena está servida.
Una de las cosas que Bertie detestaba era el arroz con curry, así que tuvo que conformarse con una apetitosa tortilla. Casi había acabado el plato cuando Harriwell se sirvió de la misma tortilla. Probó un bocado y lo escupió vociferando.
—Ya es la segunda vez —anunció McTavish, ominosamente.
Harriwell seguía escupiendo y carraspeando.
—¿La segunda vez que qué? —preguntó Bertie, con voz trémula.
—Veneno —fue la respuesta—. Voy a colgar a ese cocinero.
—Así es como murió el contable de Cabo Marsh —dijo Brown—. Su muerte fue horrible. En el Jessie decían que le oían gritar desde una distancia de cinco kilómetros.
—Llenaré de grilletes al cocinero —farfulló Harriwell—. Afortunadamente, lo hemos descubierto a tiempo.
Bertie se quedó paralizado. No tenía color en la cara. Intentaba hablar, pero sólo pudo pronunciar un gorgoteo inarticulado. Todos le miraron con ansiedad.
—¡No lo diga, no lo diga! —gritó McTavish con voz tensa.
—¡Sí, he comido tortilla, mucha, un plato lleno! –Bertie explotó, gritando, como un buceador recuperando repentinamente el aliento.
El horrible silencio se prolongó medio minuto más y pudo ver su destino en los ojos de los otros.
—Quizá, después de todo, no fuera veneno —comentó Harriwell, tristemente.
—Llamen al cocinero —dijo Brown.
El cocinero entró, un chico negro risueño, de nariz afilada y orejas perforadas.
—Aquí está. Wi—wi, ¿cómo llamas a esto? —vociferó Harry, señalando acusadoramente la tortilla.
Wi—wi, naturalmente, estaba asustado y avergonzado.
—Esto bueno para hombre —murmuró, como disculpándose.
—Hágaselo comer —sugirió McTavish—. Es la prueba adecuada.
Harriwell llenó una cuchara de tortilla y saltó sobre el cocinero, que huyó espantado.
—Eso lo demuestra —fue la solemne declaración de Brown—. No se lo comerá.
—Señor Brown, ¿podría, por favor, ir a ponerle los grilletes? —Harriwell se volvió alegremente hacia Bernie—. Todo irá bien, amigo, el gobernador se hará cargo de él y si, usted muere, será colgado.
—No creo que el gobernador lo haga —objetó McTavish.
—Pero caballeros, caballeros —gritó Bertie—. Mientras tanto, piensen en mí.
Harriwell se encogió de hombros con compasión.
—Lo siento, amigo, pero es un veneno local y no se conocen antídotos para los de este tipo. Procure calmarse y si...
Se oyeron dos disparos de rifle que interrumpieron la charla y Brown entró, cargando su arma, y se sentó a la mesa.
—El cocinero ha muerto —dijo—. Fiebre, un ataque repentino.
—Justamente le estaba diciendo al señor Arkwright que no hay antídotos para los venenos locales.
—Excepto la ginebra —dijo Brown.
HarriweIl se llamó idiota distraído y corrió a buscar una botella de ginebra.
Cuidado, hombre, cuidado —le advirtió a Bertie, que se había bebido un vaso que contenía dos tercios del fuerte alcohol. Se atragantó y tosió por el fuerte trago hasta que las lágrimas empezaron a bajarle por las mejillas.
HarriweIl le tomó el pulso y la temperatura, hizo el espectáculo de atenderle y dudó de que la tortilla hubiera estado envenenada; Brown y McTavish también dudaron; pero Bertie percibió un tono no muy sincero en sus voces. Ya no tenía apetito y se tomó él mismo el pulso, furtivamente, por debajo de la mesa. No había nada que cuestíonar excepto que se iba acelerando, pero no se le ocurrió atribuirlo a la ginebra que había tomado. McTavish, con el rifle en la mano, salió a la terraza a inspeccionar.
—Se están reuniendo en la cocina —fue su informe—. Y tienen muchos Sniders. Mi idea es que nos acerquemos por el otro lado, sin hacer ruido, y les alcancemos por el flanco. Ya saben, disparar el primer tiro. ¿Vendrá con nosotros, Brown?
HarriweIl siguió comiendo, tranquilamente, mientras Bertie descubría que su pulso había aumentado cinco pulsaciones. Sin embargo, no pudo evitar saltar cuando los rifles comenzaron a disparar. Se podía oír el martilleo de los Winchesters de Brown y McTavish sobre la avalancha de Sniders, todo ello entre un estruendo de gritos y chillidos demoníacos.
—Los han ahuyentado —observó HarriweIl, cuando las voces y los disparos se alejaron en la distancia.
Brown y McTrevor acababan de llegar a la mesa cuando el último reconoció:
—Tienen dinamita.
—Entonces, ataquémosles con dinamita —propusó HarriweIl.
Metiéndose media docena de cartuchos en los bolsillos y equipándose con puros encendidos, se dirigieron hacia puerta. Y, entonces, ocurrió. Después, culparon a Mcvish por ello, que admitió que la carga había sido algo excesiva. Pero, de todos modos, estalló bajo la casa, que se alzó de costado y volvió a caer sobre sus cimientos. La mitad de la porcelana de la mesa se hizo añicos, mientras que el reloj, con cuerda para ocho días, se detuvo. Clamando venganza, los tres hombres salieron corriendo en la noche y comenzó el bombardeo.
Cuando volvieron, Bertie no estaba. Se había arrastrado hacia la oficina, donde había hecho una barricada para protegerse y yacía sobre el suelo en una pesadilla empapado de ginebra, en la que moría mil veces mientras la valerosa lucha se desarrollaba a su alrededor. Por la mañana, vomitando y con dolor de cabeza por la ginebra, salió arrastrándose para encontrar el sol, que todavía brillaba en el cielo, y el Dios que presumiblemente estaba en el firmamento, ya que sus anfitriones estaban vivos e ilesos.
HarriweIl insistió en que se quedara, pero Bertie pensó en partir inmediatamente con el Arla hacia Tulagi, donde permanecería encerrado en casa del gobernador hasta que llegara el siguiente barco de vapor. Había turistas y damas en el barco de vapor y Bertie volvió a ser un héroe, mientras que el capitán Malu, como de costumbre, pasó desapercibido. Pero envió desde Sidney dos cajones del mejor whisky escocés del mercado, porque era incapaz de recordar si era el capitán Hansen o el señor HarriweIl el que le había dado a Bertie Arkwright la impresión más espléndida de la vida en las islas Salomón.

Hampton's Magazine (marzo 1910)